Hace poco tiempo que el mundo entero estuvo atento a una noticia que dio mucho que hablar: el asesinato de Osama Bin Laden por parte del ejército noteamericano. En principio, este hecho podía suponer un punto de inflexión en todos estos años de ocupación internacional (encabezada por supuesto por el adalid bélico por excelencia, EEUU), especialmente tras las declaraciones del ex presidente George W. Bush ("misión cumplida"), o del actual presidente, quien, contra todo pronóstico, no ha hecho más que recoger su testigo en lo que a la ocupación de medio oriente (perdón... de Oriente Medio) cuando se refirió a lo sucedido con un claro:
"al matar a Bin Laden y quebrar el ímpetu de los talibanes hemos logrado mucho de lo que nos propusimos lograr hace diez años"
El problema es que si hoy por hoy, los 100.000 soldados norteamericanos (sin contar los británicos y el resto de la fauna beligerante que se concentran acampados como si de unos "indignaos" yendo de caza se tratara), dejarían a su espalda una derrota mayor aún, la vergüenza visible por todo el planeta de los restos de una comilona voraz: el gobierno débil, corrupto y cada vez menos leal a sus aliados de Hamid Karzai, sin policía ni ejército que le sirvan y rodeado por una nueva oleada de talibanes que, ni mucho menos aplacados (como dijo Obama), experimentan un nuevo auge tras lo sucedido.
Así es como el candidato del "YES, WE CAN", que prometió tantas cosas y tan pocas ha podido cumplir, despertó muchas esperanzas que va a acabar pagando con humo. Los soldados norteamericanos no se van a su casa: ni de Afganistán, ni de Irak. Ni siquiera de Libia. La realidad es que si Obama heredó dos guerras, el que venga después lo hará con tres.
Ernesto Maldonado Cabo
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